martes, 26 de junio de 2012

La muerte de Leah.

Descansaba en la superficie rocosa donde había tenido lugar el combate. Leah contemplaba sus manos sangrientas. No era su propia sangre y se podía adivinar en sus ojos cierto grado de placer. Como si ese espeso líquido goteando de sus dedos, lejos de causarle dolor, le sanara el alma. La dureza de su rostro rompía la serenidad clara de la luna, pero una mueca de alegría, más liviana que media sonrisa, equilibraba la noche.

La lucha había sido dura, no tanto por las brutales colisiones a espada de cuyas chispas de ira se alimentaba la oscuridad, sino por la fuerza mental de su contrincante.

Recordó el instante que cambió el destino de la batalla. El momento en que ella no dejó de perder pero aquel guerrero con cabeza de lagarto ocelado y ojos de hielo se dio por vencido.

Tan solo habían transcurrido unos minutos desde aquel momento. Minutos que le parecieron de gloria. Pero miró el cuerpo vacío del demonio y supo que no era una victoria. Él había perdido, ella no había ganado y no habría más oportunidades de vencer.


Cerró los ojos y siguió viendo el mismo penoso escenario. Miró sus manos y eran transparentes, como sus párpados, como todo su ser. El aire ocupaba su lugar y la nada en que se había convertido se esfumó.

Y no habría más oportunidades de vencer.

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