Ahora frente a mí, la veo
tan pequeña que apenas la advierto sentada en la silla. Tan pequeña y
transparente que mis palabras la atraviesan. Mis palabras, que son de colores,
que brillan con luz intensa, que intentan abrazarla y ni siquiera la rozan.
Se acaba el tiempo y su
pesadumbre se la lleva, haciendo retumbar los grilletes arañando el suelo. Se
marcha como la vi entrar, gris y apagada, con el suelo en los ojos y los pies arrastrados
sin vida. Pero la custodian un ejército de letras y sé que volverá. Sé que mis sermones
me la traerán de nuevo, una y mil veces, hasta que sometan a sus demonios y sea
ella quien los encarcele entre palabras de acero.